"Estimado" señor Ratzinger:
Tal vez le extrañe, distinguido señor, que nos dirijamos a usted utilizando un tratamiento civil al cual, probablemente, no está acostumbrado; sin embargo, es evidente que no ha sido usted lo que se dice un padre para nuestros hijos e hijas ni para nosotros, por cuya razón no debe extrañarle que no le otorguemos otro tratamiento. Los infrascritos sabemos muy bien qué cosa es ser padre, Sr. Ratzinger, porque nosotros lo somos de jóvenes homosexuales –también de heterosexuales- y, al contrario de usted, siempre hemos estado incondicionalmente al lado de nuestros retoños, en particular de los que más lo necesitan, y jamás hemos pensado que nuestros hijos heterosexuales tengan más derechos que nuestros hijos homosexuales.
Conociendo su discurso, ya sabemos que la condena que sin duda hará de nuestros hijos vendrá enmascarada, como siempre, por las marrulleras expresiones que utiliza para decir que a pesar de lo mucho que los ama, no puede reconocerles el derecho a vivir con la persona que quieren porque no pueden casarse y formar una familia -de la cual se reserva usted, en exclusiva, el concepto e incluso la definición-; intentará por todos los medios desautorizar las leyes legítimas emanadas de un parlamento democrático (por cierto: usted no ha sido elegido democráticamente, y ya sabe que “vox populi, vox Dei”). Lo cierto es que llega a usted a nuestra tierra precisamente cuando estamos a punto de votar, lo que nos lleva a preguntarnos si su visita se debe a una casualidad. Dirá, también, que a pesar de amar tanto a nuestros hijos e hijas, no puede hacer otra cosa que defender la que siempre ha sido la doctrina de la Iglesia…
¡Pues no, Sr. Ratzinger, no! Ninguna de las dos cosas: ni es cierto que ame usted a nuestros hijos, ni es cierto que la negación de los derechos de las personas homosexuales sea una tradición sempiterna y unívoca de la Iglesia (del cristianismo, por supuesto, no lo es en absoluto).
La primera premisa –nos referimos a la del supuesto amor a nuestros hijos- es tan fácil de refutar que incluso sonroja por sabida: no abundaremos, pues, en ello; es suficiente con decir que sin duda se trata del mismo amor que uno de sus antecesores decía profesar por los judíos a la vez que se negaba rotundamente a excomulgar a Hitler, o del que mostraban los inquisidores hacia los pobres reos mientras ardían en la hoguera diciéndoles la clásica frase “a mí me duele más que a ti”… No, Sr. Ratzinger, gracias: amores como estos no los queremos para nuestros hijos ni para nadie.
Bastante más difícil, a causa de la manipulación y de la ocultación que se ha llevado a cabo, resulta la refutación de la segunda premisa de su argumento: la que afirma que dice usted lo que dice, no por falta de amor, sino por la fidelidad debida a los principios inalterables de la Iglesia: más difícil de refutar, sí, pero no imposible; porque resulta que la Iglesia Católica bendijo, otrora, la unión de personas homosexuales en una ceremonia llamada “adelfia”, e incluso llegó a canonizar a alguna pareja; y, aunque se ha procurado mucho que el hecho no fuera conocido, está documentado de forma suficiente para ser demostrado: ¿o es que no recuerda usted a San Sergio y a San Baco y a Santa Perpetua y a Santa Felicidad, por citar sólo una pareja de cada género? Tampoco los evangelios canónicos le autorizan en absoluto para erigirse en campeón universal de la homofobia. Es un hecho que en ninguno de los cuatro se condena la homosexualidad y, aunque existe, en efecto, una pequeña referencia negativa en una epístola, es fácil deducir, por el contexto, que lo que pretende en realidad el apóstol es desmarcarse de los griegos para contentar a los compatriotas: el texto dice que “lo practican los griegos”, ya que estos admitían los derechos de las personas homosexuales: no en vano debemos a Grecia los principales fundamentos y referentes de la cultura occidental, incluida la democracia.
Debemos preguntarnos, una vez hemos llegado este punto, en qué fundamenta usted la implacable condena que hace de nuestros hijos e hijas, visto, como acabamos de ver, que no es el amor ni la tradición sempiterna de la Iglesia, ni las palabras de Jesucristo. ¿Tal vez la moral? Por Dios, Sr. Ratzinger –y no es una frase-, ¿cree usted de veras que su Iglesia está en el mejor momento para ponerse a pontificar sobre moral sexual?
Por nuestra parte, creemos haber llegado a una conclusión sobre sus verdaderas motivaciones: nos ha dado usted una buena pista, hay que reconocerlo; porque resulta que también anatematiza todas las relaciones afectivas, en general, cuando no son meramente reproductivas. Todo cuanto se refiere al amor le da a usted pánico, Sr. Ratzinger: solamente le interesa la reproducción, y eso le delata. Ha venido a defender un único modelo de familia y a condenar todas las demás porque está usted, como siempre, al lado de los poderosos, de los que necesitan carne de cañón y mano de obra barata: soldados y asalariados precarios. Con nosotros no cuente, Sr.Ratzinger: nosotros, que somos padres y madres, queremos que nuestros hijos e hijas, tanto si son heterosexuales como si son homosexuales -que de ambos tenemos- sean siempre un fin en sí mismos, vivan la plenitud de su dignidad humana, no estén sometidos a nadie y puedan conseguir la felicidad en un entorno de igualdad de derechos y de deberes.
Por cuanto hemos dicho, Sr. Ratzinger, usted no es nuestro padre ni, por supuesto, lo es de nuestros hijos e hijas. Venga por Barcelona cuando guste: es una ciudad preciosa; pero no venga a atizar el odio contra aquellos a quienes más queremos. Pasee por la ciudad, respire sus olores, guste de la gastronomía, goce del arte, de la alegría, de la bondad de la gente… y deje en paz, por favor, a nuestros hijos e hijas, que al fin y al cabo no le han hecho ningún daño a usted ni a nadie.
Atentamente,